martes, 1 de mayo de 2012

Diavolo


  El frío diciembre madrileño calaba en los huesos. Por mi ventana veía los primeros resquicios de la noche. Un azul oscuro intenso ya cubría los cielos emergentes de humo. Cogí mi abrigo, mi paquete de cigarrillos, un mechero rojo medio gastado que tenía sobre el sofá, y me dispuse a salir a la calle para hacerle el amor a la soledad, mi mejor compañera desde que llegué a la capital.

  Bajé al portal ayudando a mi anciana vecina a cruzarlo que con gesto adorable, ese que solo profesan las personas que tanto han vivido; agradeció mi ayuda, y me subí la cremallera dispuesta a emprender mi camino.

  Mientras cruzaba por el paso de cebra engastado de la calle Atocha, meditaba sobre todo lo que rondaba por mi cabeza. A pocos metros divisé la puerta del Retiro y me dispuse a entrar. A mi alrededor veía familias con niños dirigiéndose en sentido contrario al mio pues la hora era ya poco prudente para ellos. 

  Un par de parejas jóvenes que no paraban de darse cariños y unos amigos algo contentos por el efecto de sus litronas medio escondidas en bolsas, también abandonaban el parque. Los primeros siempre llamaron mi atención porque siempre pensé si esos cariños serían reales o fruto del instinto de la juventud por sentirse amado. Respuesta que nunca obtendría así que decidía inventar. Apenas quedaba nadie dentro.

  Seguí andando de frente hasta llegar a la primera de las rotondas del parque con la fuente que sostenía la estatua del Ángel Caído y sus chorros en la parte inferior en forma de gárgolas que desprendían agua por sus bocas. Amaba esta escultura casi sin saber por qué, como una fuerza superior. Quizá por la ingenua teoría humanista que siempre tuve de que esa escultura era el reflejo más claro de los hombres, la versión más fiel del alma de los mismos.


  Escuché la leyenda de que si mirabas fijamente al Ángel varias veces y llegabas a verle tres movimientos, sería una señal de que Satanás existe y que esta entre nosotros, su manera de hacernos saber que al igual que Dios, él esta aquí. De esa manera, quien lo viera, tendría que dar fe de lo que había visto y convencer al resto de su existencia o su alma pertenecería toda la vida a los fuegos del Averno. Una leyenda urbana que siempre había pasado de padres a hijos y me hacía especial gracia porque le daba un aspecto aun más enigmático del que tenía.

  Me detuve unos instantes a mirar su ala, la que señalaba al cielo, la que le confería la virtud y después a mirar la que señalaba a la tierra y le otorgaba la maldad. Fue la primera la que más tiempo ocupó mi examen. Era larga y robusta, fuerte, altiva. Encendí uno de mis pitillos mientras miré hacia los lados para observar quien más había. Estaba sola, parece casi surrealista pero así era, sola.

  Seguí observando mientras fumaba hasta que algo hizo que me paralizase por completo. Mis ojos se quedaron emplatados al ver su ala divina agitarse despacio. Tras unos instantes de congelación en mi expresión, que no provenía del frío sino del miedo, bajé la vista y volví a alzarla para volver a ver si ocurría lo mismo. El ala seguía inmóvil, en la misma posición que en principio, así que con alivio pensé que sería una sugestión de mi imaginativa cabeza.

  Seguí mirando la imagen y ahora lo que se congeló fueron mis latidos. Creía a ver visto la cabeza del Ángel volverse hacia mi con expresión de poder, pero a la vez de iguales. Mientras mi respiración se agitaba cerré los ojos con fuerza pidiendo a Dios que aquello no fuese verdad al abrirlos.

  Cuando de golpe los abrí la cabeza seguía mirándome pero esta vez parecía extrañado. Volví a cerrar los ojos, aquello no podía ser real era imposible. Esta vez despacio, muy despacio, abrí de nuevo los ojos y la cabeza del Ángel miraba hacia el cielo como al principio.

  Di una calada rápida a mi cigarrillo y lo tiré con la cabeza agachada y decidida a no volver a mirar pues el pánico, la sugestión, o ya no sabía muy bien el qué, no querían comprobar si lo que había visto esas dos ocasiones era cierto o fruto de mi imaginación.

  Me dirigí hacia la puerta cuando unos chavales en bici casi me atropellan, pues apenas era capaz de percibir lo que me rodeaba. Apuré el paso para evitar la tentación de mirarla, ese instinto primario de los seres humanos que nos hace hacer aquello que sabemos no podemos hacer. Pero fue entonces cuando escuché “Chiquilla, chiquilla por favor, ¿me das algo?”, me dí la vuelta sobresaltada y era una anciana mendiga, su presencia me asustó aun más. “No llevó nada… perdone”. Intenté no hacerlo, intenté no levantar la vista pero fue inevitable sentir un profundo aleteo ensordecedor que me hizo gritar de pánico…




3 comentarios:

  1. como molaaa..cada vez leia mas ràpido! jej has conseguido k letras y signos se conviertan en una minipeli en mi cabeza!!jeje

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  2. Si he conseguido eso he conseguido muchísimo!jeje muchas gracias! ;)

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  3. Me gusta mucho esta historia, ya la leí en Tuenti. Cuando vaya al Retiro me acordaré de la historia al ver esta estatua

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