El frío diciembre madrileño calaba en los huesos. Por mi
ventana veía los primeros resquicios de la noche. Un azul oscuro intenso ya
cubría los cielos emergentes de humo. Cogí mi abrigo, mi paquete de cigarrillos, un mechero rojo medio gastado que tenía sobre el sofá, y me dispuse a salir a la
calle para hacerle el amor a la soledad, mi mejor compañera desde que llegué a
la capital.
Bajé al portal ayudando a mi anciana vecina a cruzarlo que
con gesto adorable, ese que solo profesan las personas que tanto han vivido; agradeció mi ayuda, y me subí la cremallera dispuesta a emprender mi camino.
Mientras cruzaba por el paso de cebra engastado de la calle
Atocha, meditaba sobre todo lo que rondaba por mi cabeza. A pocos metros divisé
la puerta del Retiro y me dispuse a entrar. A mi alrededor veía familias con
niños dirigiéndose en sentido contrario al mio pues la hora era ya poco
prudente para ellos.
Un par de parejas jóvenes que no paraban de darse cariños y unos amigos algo
contentos por el efecto de sus litronas medio escondidas en bolsas, también
abandonaban el parque. Los primeros siempre llamaron mi atención porque siempre
pensé si esos cariños serían reales o fruto del instinto de la juventud por
sentirse amado. Respuesta que nunca obtendría así que decidía inventar. Apenas
quedaba nadie dentro.
Seguí andando de frente hasta llegar a la primera de las
rotondas del parque con la fuente que sostenía la estatua del Ángel Caído y sus chorros en la parte inferior en forma de gárgolas que desprendían agua por sus bocas. Amaba esta
escultura casi sin saber por qué, como una fuerza superior. Quizá por la
ingenua teoría humanista que siempre tuve de que esa escultura era el reflejo
más claro de los hombres, la versión más fiel del alma de los mismos.
Escuché la leyenda de que si mirabas fijamente al Ángel
varias veces y llegabas a verle tres movimientos, sería una señal de que Satanás existe y que esta entre nosotros, su manera de hacernos saber que al
igual que Dios, él esta aquí. De esa manera, quien lo viera, tendría que dar fe
de lo que había visto y convencer al resto de su existencia o su alma
pertenecería toda la vida a los fuegos del Averno. Una leyenda urbana que
siempre había pasado de padres a hijos y me hacía especial gracia porque le
daba un aspecto aun más enigmático del que tenía.
Me detuve unos instantes a mirar su ala, la que señalaba al
cielo, la que le confería la virtud y después a mirar la que señalaba a la
tierra y le otorgaba la maldad. Fue la primera la que más tiempo ocupó mi
examen. Era larga y robusta, fuerte, altiva. Encendí uno de mis pitillos
mientras miré hacia los lados para observar quien más había. Estaba sola,
parece casi surrealista pero así era, sola.
Seguí observando mientras fumaba hasta que algo hizo que me
paralizase por completo. Mis ojos se quedaron emplatados al ver su ala divina
agitarse despacio. Tras unos instantes de congelación en mi expresión, que no
provenía del frío sino del miedo, bajé la vista y volví a alzarla para volver a
ver si ocurría lo mismo. El ala seguía inmóvil, en la misma posición que en
principio, así que con alivio pensé que sería una sugestión de mi imaginativa
cabeza.
Seguí mirando la imagen y ahora lo que se congeló fueron mis
latidos. Creía a ver visto la cabeza del Ángel volverse hacia mi con expresión
de poder, pero a la vez de iguales. Mientras mi respiración se agitaba cerré
los ojos con fuerza pidiendo a Dios que aquello no fuese verdad al abrirlos.
Cuando de golpe los abrí la cabeza seguía mirándome pero
esta vez parecía extrañado. Volví a cerrar los ojos, aquello no podía ser real
era imposible. Esta vez despacio, muy despacio, abrí de nuevo los ojos y la
cabeza del Ángel miraba hacia el cielo como al principio.
Di una calada rápida a mi cigarrillo y lo tiré con la cabeza agachada y decidida a no volver a mirar pues el pánico, la sugestión, o ya no sabía muy bien el qué, no querían comprobar si lo que había visto esas dos ocasiones era cierto o fruto de mi imaginación.
Me dirigí hacia la puerta cuando unos chavales en bici casi
me atropellan, pues apenas era capaz de percibir lo que me rodeaba. Apuré el
paso para evitar la tentación de mirarla, ese instinto primario de los seres
humanos que nos hace hacer aquello que sabemos no podemos hacer. Pero fue
entonces cuando escuché “Chiquilla, chiquilla por favor, ¿me das algo?”, me dí
la vuelta sobresaltada y era una anciana mendiga, su presencia me asustó aun
más. “No llevó nada… perdone”. Intenté no hacerlo, intenté no levantar la vista
pero fue inevitable sentir un profundo aleteo ensordecedor que me hizo gritar
de pánico…
como molaaa..cada vez leia mas ràpido! jej has conseguido k letras y signos se conviertan en una minipeli en mi cabeza!!jeje
ResponderEliminarSi he conseguido eso he conseguido muchísimo!jeje muchas gracias! ;)
ResponderEliminarMe gusta mucho esta historia, ya la leí en Tuenti. Cuando vaya al Retiro me acordaré de la historia al ver esta estatua
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