domingo, 20 de mayo de 2012

Princesa Enamorada


  Un día más. Como cada día. Como todos los días.  Una nueva carta. Al verla ella la saca despacio del buzón, temerosa, con resignación. La mira. El mismo papel, el mismo sobre, el mismo aroma amargo.

  Cierra los ojos con fuerza y sostiene temblorosa la carta sobre el pecho. Sube a su segundo piso como puede por las escaleras y abre despacio la puerta. Todo era diferente desde la muerte de su marido, las paredes parecían más negras, las ventanas se habían atrancado y las cortinas solo desprendían un tenue rayo de luz por las mañanas. “¡Pobre viejo, que en gloria estés!”, dijo.

  Dejó el resto del correo sobre la mesa blanca con esquinazos descostrados de la cocina, y solo se quedó con aquella carta misteriosa. La compra la puso sobre la encimera, rodando despacio una de las naranjas por el suelo sin que ella se diese cuenta. Se dirigió lentamente al salón, se sentó despacio sobre el sofá y la abrió con cuidado.

  Era de nuevo él. Una vez más él la escribía y firmaba con aquel “Te quiero “en la esquina derecha inferior de la hoja.  Una vez más le contaba su solitaria y triste vida, esa vida gris desde que ella no estaba a su lado, esa vida oscura desde aquel ya lejano verano. Todo tenía tonos negros desde que ella había decidido marcharse y dejarlo sin sentir el calor de su presencia. Nada tenía sentido si ella no estaba.

  Las lágrimas corrían por sus mejillas a trompicones, tímidas, y a la vez de todo eso rabiosas, encolerizadas. Nunca le contestó a sus cartas, nunca volvió a verlo desde aquella tarde, no imaginaba como podía ser ahora su rostro, pero si recordaba el día antes de marcharse. Aquella habitación de hotel con las paredes turquesas y las sábanas blancas. Sus cuerpos desnudos perdiéndose entre ellas, deseando ser encontrados por las ansiosas manos. Él recostado sobre la almohada mientras ella lo besaba como nunca más volvió a besar a nadie. Aquel rayo leve de luz violeta que informaba del amanecer y al que ninguno de  los dos quisieron prestar la más mínima atención. Su aliento sobre el cuello, lo más hermoso del mundo concentrado en un suspiro. Aun podía notar como sus dedos se le enredaban en el pelo.

  Aquel día quedo grabado a fuego en su memoria como una herida de guerra, como una marca de nacimiento. Ella lloraba y no podía parar de hacerlo cada vez que sostenía una de sus cartas entre sus manos. Cada palabra manuscrita, de caligrafía temblorosa, era una puñalada en su corazón, un recuerdo que tomaba forma para desgarrarle lentamente.

  Nunca lo contestó, pero había llegado el día de ser más fuerte, el día de enfrentarse a todos sus miedos. Se levantó como pudo del sillón y cogió un bolígrafo y un taco ligero de folios. ¡Cuánto tiempo hacía que no escribía! Casi no podía recordar la última vez. Separó la silla de la mesa de roble y apoyó los papeles sobre ella:




“De una princesa para un rey:

  Una carta por día. Treinta cartas al mes. Trescientas sesenta y cinco al año. Cuarenta años recibiendo tus cartas, sin fallar un solo día.

  ¿Recuerdas cómo fue todo? Yo no lo olvido. Después de irme nunca volví a sentir de aquella manera, no volví a amar. Tuve que irme. Aquello no era la vida que esperaba, aunque tú fueras el hombre de mi vida. Lloré durante años, lloré sin parar cada día, cada día que estuve sin saber de ti, durante cada día de estos cuarenta años de cartas.

  Pude ser tu princesa, y tú pudiste ser mi rey. Pudimos construir un castillo y hubiese abandonado cualquier cosa por ti, de sobra lo sabías. Pero tú decidiste otra cosa, me dejaste ir y no volviste, no lo hiciste. Esperé que lo hicieras, pero no viniste. Desde entonces soy princesa sin corazón, sin alma. ¿Por qué tuviste que dejarme ir? ¿Por qué tardaste tanto en buscarme?

  Me casé, sí, lo sabes. Era un buen hombre, lo fue. Sin embargo lo hice infeliz, nunca lo ame como se mereció y de eso tienes la culpa tú y por eso te odio. Pero te odio sin poder odiarte, delirios de vieja o estupideces de niña enamorada.

  No pude, lo siento, no pude. Mírate al espejo ¿lo ves? ¿qué somos? Un par de ancianos cuyas vidas destrozamos el uno al otro, un par de viejos que conservan una ilusión que jamás ocurrirá. Todo pasó y lo que pasó jamás volverá.

  Cada carta tuya, cada día de mi vida, es sufrir, es llorar, es una punzada mortal en el centro del corazón. Creo que no hay lugar para más heridas, no me caben más. Elegimos, tuvimos la oportunidad de elegir. Yo me fui y tú me dejaste ir. No tenemos la culpa ni tu ni yo. Tu no supiste quererme como yo necesitaba, y quizá yo tampoco supe hacerlo. Es tarde, y no quiero derramar una lágrima más lo poco que me quede de vida.

  Más de cuarenta años pensando en ti, más de cuarenta años deseándote. Ha llegado el día en que te olvido, el día en que nos olvidamos. Por favor, te lo pido con el alma en la mano, el resto de alma que me dejaste, no vuelvas a escribirme, no lo hagas.

  Cuida de mi corazón, cuídalo bien, porque fue tuyo, será tuyo, y nunca más podré recuperarlo…
                                                                                                         Te quise, te quiero y te querré…”



1 comentario:

  1. Qué bonita historia, me ha encantado, con lo que me gustan a mi estas pastelas, precioso.

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